La comunidad de los corazones rotos, de Samuel Benchetrit

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“Detrás de tanta oscuridad hay mucha luz”

Bajo cielos nublados, donde el sol aparece casi sin darse cuenta, se levantan interminables torres inundadas de pisos unos encima de otros, edificios grises, que se caen a trozos, los arreglos o tardan mucho o simplemente, se dejan así, largas avenidas, plazas vacías, y mucho ruido, de una moto que cruza a toda prisa, o algún automóvil que derrapa en la curva de final de la calle. Estamos en un barrio cualquiera, de esos construidos a mansalva en los extrarradios de las grandes urbes, alejados de todo y todos, sin identidad, poblados por gentes humildes, obreros, que intentan sobrevivir como pueden dentro de esa vorágine que algunos hacen llamar sociedad. Samuel Benchetrit (Champigny-sur-Marne, Francia, 1973) se ha manejado en todos los campos de la creación a través de la escritura, tanto en teatro como en novela, y ha escogido dos relatos de su libro Crónicas del asfalto, para construir la trama de su cuarta película, muy alejada de sus antecesoras, en tono y ritmo, aunque con algunos rasgos evidentes, como la comicidad, para paliar los estragos de la cotidianidad.

Benchetrit ha construido una película sencilla, honesta y humanista, en la que se centra en seis existencias, seres anónimos que habitan este edificio, y lo hace de manera muy sutil y delicada, provocando tres encuentros que a priori parecen extraños, inverosímiles, y sobre todo, surrealistas, en algún caso, pero Benchetrit logra atraparnos en su fábula a través de la cotidianidad, utilizando pocos diálogos y centrándose en la composición formal y la inestimable caracterización de unos personajes estupendamente bien definidos, que aportan la intimidad y cercanía necesarias que provoca la película. Tenemos un grupo humano que vive su desamparo de forma muy distinta: Sternkowitz, del primer piso, vive en silencio y sin contacto alguno con los demás vecinos desde la muerte de su madre (como evidencia el arranque de la película, en el que tiene una situación tragicómica con el resto de los vecinos por el arreglo del ascensor). Un accidente doméstico lo condena a una silla de ruedas que, provoca que tenga que salir con el amparo de la noche, para no ser descubierto por los vecinos que utiliza ilícitamente el ascensor, así, de esta manera a la caza de comida que encuentra en las máquinas de un hospital cercano, entabla conversación con una enfermera amargada que fuma a la una de la madrugada.

El segundo encuentro lo protagonizan la nueva inquilina, Jeanne Meyer, una actriz madura que pasa una situación depresiva porque se siente mayor para los personajes que desea interpretar, su gloria pasó y no se encuentra a sí misma, y frente a ella, Charlie, un adolescente tímido y reservado que pasa el tiempo solo esperando a una madre ausente. Entre película y película, pasarán el tiempo y la complicidad nacerá entre ellos. El último de los encuentros se produce cuando John McKenzie, un joven astronauta estadounidense, aterriza en el tejado desviándose de su ruta, y acaba en el piso de Madame Hamida, una señora marroquí que tiene a su hijo encarcelado. Debido a algunos problemas, la NASA obliga a permanecer al astronauta unos días en casa de Hamida, y a pesar de la diferencia de idioma y costumbres, los dos se descubrirán a sí mismos a través de alguien que aparentemente es tan diferente. Benchetrit da vida a unos encuentros diferentes y especiales, que a priori, parecerían que no van a producirse, pero el director hace que sucedan, logrando que todos ellos desprendan humanidad, en los que podemos sentirnos totalmente identificados, en esos seres como nosotros, que necesitan un poco de diálogo o relacionarse con alguien, que desconocían que tenían tan cerca, y en sus circunstancias, encuentran ese lazo que antes no existía.

Un buen plantel de intérpretes, entre los que destacan la magnífica Isabelle Huppert como actriz en crisis, Valeria Bruni-Tedeschi dando vida a la enfermera perdida o Michael Pitt haciendo de astronauta ausente que viene de otro mundo, sin desmerecen al resto de los actores, menos conocidos, como Gustave Kervern, Jules Benchetrit y Tassadit Mandi, que saben componer unos personajes que nos seducen desde la sensibilidad y calidez. El director francés ilumina su película con esa palidez triste y gris de un barrio abandonado, esa luz mortecina, en el que solo brillan los neones nocturnos de las grandes superficies, capturando con tomas cercanas estas pequeñas historias que, recuerdan al cine de Altman o Kaurismaki, en el que se mezclan de forma laboriosa y con extrema sencillez el humor y la poesía, en la que nos encontramos con emociones perdidas o dormidas, esos sentimientos como el amor, la amistad, con una mirada encontrada o sentirse que alguien nos escucha, nos entiende y sobre todo, que importamos a alguien.

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