A propósito de Llewyn Davis, de Ethan y Joel Coen

Cartel-A-proposito-de-Llewyn-Davis_02“Es una película hecha en Nueva York, por neoyorquinos, llena de neoyorquinos, sobre un tiempo en Nueva York que cambió este país y creo que también el mundo”.
Oscar Isaac
 
“No tienes que ser genial para nadie, solo se genial para ti.” 
Bob Dylan

Tarde de cine en los Renoir Floridablanca. La elegida es A propósito de Llewyn Davis (Inside Llewyn Davis, 2013). Estamos en 1961, en la ciudad de New York. Nos encontramos en Greenwich Village y más concretamente en un local llamado Gaslight, – que recibe el mismo nombre que aquella espléndida película de Cukor dónde un malvado Charles Boyer martirizaba a una joven y bella Ingrid Bergman-, sobre el escenario, bajo una luz mortecina y apagada, que le acompaña toda la película, Llewin Davis, un joven músico de folk. De esta manera, arranca la nueva película de los hermanos Coen, unos cineastas que llevan más de treinta años relatándonos los sinsabores, amarguras e infelicidad de la otra cara de los EE.UU., la que no nos quieren enseñar otro tipo de películas. ¿De qué trata esta cinta?  Tenemos a este joven, que a modo de Ulises deambula por esta road movie intentando, sin conseguirlo, hacerse un hueco en el difícil mundo de la escena musical neoyorquina, un éxito que se le niega. En cierto momento, un magnate judío, en un club vacío como entorno, después de escucharlo le suelta que no ve dinero. Quizás, así se podría resumir la vida de este personaje homérico, este individuo que todos sus intentos en llevar una vida más “normal”, resultan vanos y cada vez peores. Los Coen vuelven a su tema predilecto, el viaje, y a La odisea, de Homero, cómo ya habían hecho en O brother! (O brother, where art you?, 2000), dónde tres fugitivos, en plena Gran depresión, hacían lo imposible para volver a casa, también con la música como telón de fondo. Llewin Davis nos recuerda  a aquellos y en muchos aspectos a Barton Fink (1991), otro artista sin suerte que viaja a Hollywood y se veía incapaz de escribir la película que el magnate le exigía. Libremente inspirado en el libro de memorias de Dave Van Ronk, El alcalde de la Calle MacDougal  (The mayor of MacDougal Street), nos sumerge en un personaje fiel a sí mismo, con su guitarra a cuestas y una bolsa con sus cosas, que es todo lo que posee Un naufrago sin isla, un vagabundo que transita por ambientes amargos y no tiene dinero para comprarse un abrigo para combatir el  frío invierno, que duerme en los sofás prestados por amigos, y tiene una hermana que le reprocha la existencia que soporta por seguir fiel a sus principios,  y además, un padre ido, al que nunca ve, que pasa sus últimos días en una residencia. Para redondear su triste existencia, hay una chica, maravillosa Carey Mulligan, que ha dejado embarazada pero resulta que es la novia de su mejor amigo. Una vida que se mueve por antros oscuros,  días sin fin, y mendigando por las frías y heladas calles sin alma de una ciudad sin vida. Su viaje a Chicago tampoco mejora las cosas, quizás las empeora más. Un artista que no logra ganarse la vida con su música y si colecciona palos por doquier. Podría haber sido ese tipo de películas en las que asistimos a un dramón de no te menees con semejante panorama, pero el talento de los Coen se niega a plantearse una historia de tales características, en cambio, vemos mucha ironía, quizás es la película más triste y desoladora de los Coen, pero tiene momentos muy suyos, su universo sigue plagado de seres curiosos y extraños, la retahíla de personajes secundarios que se topan con el músico no tiene desperdicio, la pareja de ancianitos judíos que regenta la discográfica que acumula discos que no encuentran compradores, el matrimonio judío esperpéntico y grotesco, que son dueños del gatito pardo, de nombre Ulises, no podía llamarse de otra manera, que acompaña a Llewyn en su periplo diario, el soldado músico, y John Goodman, un seboso, cínico y yonqui, y su criado, un joven macarra y silencioso, que algunos les recordará a uno de los matones de Fargo (1996), que interpretaba Peter Stormare, en uno de los momentos más raros y siniestros de la película, ese viaje a Chicago que parece que va a ocurrir cualquier cosa, muy en la línea de los planteamientos que pululan por el universo Coen. Destacar el buen hacer de Oscar Isaac, actor nacido en Guatemala de padre cubano y criado en florida, que nos brinda una hermosísima interpretación, dotado de una gran mirada que expresa todo su malestar y ese sentimiento fundido que rompe el alma.  Una maravillosa balada triste y nostálgica, como es la música folk, que nos interpela a nosotros. Su estructura circular, a modo de bucle, aún hace la existencia de Llewyn más difícil, en que aparentemente y  atendiendo el discurso de la cinta parece no tener salida, aunque los cineastas norteamericanos no se decantan por ninguna opción y en una estrategia que les honra, nos ceden el testigo de la elección a nosotros, sus espectadores. Una nueva clase magistral de estos cineastas que no se cansan en ofrecernos la otra cara del sueño americano, o mejor dicho, su pesadilla que quizás nunca existió. Una buena película que nos devuelve la mejor tradición del cine americano, aquella que nos contaban los Ray, Penn, Fuller, Peckinpah… historias de loosers, personajes perdedores que no encuentran su camino y los que encuentran les llevan a sentirse más perdidos y abocados a un fracaso personal y existencial.

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