ARETA INVESTIGACIÓN.
“Cuando le preguntas a alguien por un muerto, lo importante no es lo que diga, sino lo que no te diga”.
Los que amamos el cine, y el cine español en cuestión, tenemos grabado en nuestra memoria cinéfila, como no podía ser de otra manera, a Germán Areta, el investigador privado de aquel Madrid de la transición y comienzos de la democracia, aquel tipo solitario, audaz, inteligente, parco en palabras, calmo, muy observador, fumador empedernido, amante del boxeo, bigotito y gabardina, y un gran olfato para el interior de las personas, con un historial inmaculado en la brigada criminal. A Areta, segundo apellido de Landa, lo conocimos en la piel del gran Alfredo Landa en dos películas, en El crack (1981) y su secuela, dos años después, dirigidas por José Luis Garci (Madrid, 1944). Areta nos conducía por una ciudad corrupta, muy negra y llena de tipos, tipejos y maleantes de toda condición social, el detective se movía por los bajos fondos, con la ayuda del Moro, inolvidable Miguel Rellán, y por las altas esferas, llena de ingentes tipos de corbata, de misa y comunión diaria, y con asuntos ilegales de dinero y abuso de menores y lo que se terciara. De Areta nos fascinaba su integridad personal y social, un tipo como ya no quedan, alguien capaz de mantenerse limpio o todo lo limpio que se pueda, en una sociedad llena de falsedad, corruptela y mucha mierda, tanto física como emocional.
Con El crack cero nos llega una tercera entrega que no continúa lo que dejó la segunda parte, sino que nos antepone en los hechos del discurrir de Areta, cuando arrancaba su agencia de investigación allá por el año 1975, y más concretamente, por los meses de noviembre y diciembre, tiempo en que el dictador agonizaba y todo parecía diferente, y aún más, todo parecía que podía cambiar. Pero, recogiendo las sabias palabras de Areta nunca hay que confiar en las apariencias, y solamente ceñirse a los hechos y las acciones que tenemos delante, eso sí, siempre recordando las tres íes fundamentales que tiene que tener un buen detective, inteligencia, imaginación e intuición, en esa charla magistral que tiene con el abuelo, el antiguo jefe policial de Areta, que interpreta un magnífico Pedro Casablanc, recogiendo el testigo interpretativo del gran José Bódalo. Garci reviste a su detective y su universo de un blanco y negro luminoso y ejemplar, obra de Luis Ángel Pérez, que recuerda a la luz de You’re the one (2000) otra cima en la carrera de Garci, con ese montaje obra del propio Garci y Óscar Gómez, llenos de fade to black y encadenados, remitiéndonos a una forma de ver, interpretar y hacer cine diferente, valiente, a contracorriente, y sobre todo, audaz y sin tiempo en estos tiempos actuales de tanta tecnología y servidumbre comercial.
Garci encuentra en la capacidad interpretativa, en ese gesto tranquilo e impertérrito, y en esa mirada penetrante y cauta de Carlos Santos la mejor versión de Areta actual, resucitando el eterno espíritu de Landa, convirtiéndose en un dignísimo y brillante sucesor de la estirpe de los Areta. A su lado, Miguel Ángel Muñoz que brilla a la perfección con los pelajes y la facha del Moro, convirtiéndose en el ayudante de fatigas experto y Sancho Panza de Areta. El director madrileño con 19 títulos a sus espaldas como director, guionista y productor, escribe un guión junto a Javier Muñoz, en el que imagina el suicido o el asesinato de un afamado sastre de nombre Narciso Benavides, ya que ese será el encargo de una bella mujer, amante del finado, en el que pondrá a Areta bajo la pista de descubrir quién o qué lo mató o no. Garci que dedicaba sus cracks a Dashiell Hammett, en esta ocasión recurre a la pluma de James M. Cain, y a todo ese cine policíaco o film noir que tanto ha admirado en su filmografía, en sus libros y en sus charlas.
La película es un viaje nostálgico y melancólico al clasicismo cinematográfico en una de las mejores obras de la filmografía de Garci, por sus continuos homenajes y su sobriedad y capacidad para envolvernos en ese universo de cine y para el cine, con personajes de carne y hueso y relatos laberínticos, llenos de mentiras, desilusiones y vivencias, sumergiéndonos en ese mundo oscuro, de trapicheos y demás, de habitaciones desordenadas, de pitillos apurados, de mujeres a la caza de algo y alguien, y de tipos sin rumbo, personajes frágiles, solitarios, tristes, como ese piano de Jesús Gluck que Garci recupera para esas maravillosas transiciones donde observamos en planos generales ese Madrid otoñal, tanto de día como de noche, con esos neones, las luces de las avenidas o de los automóviles, un Madrid sin tiempo, una ciudad irrecuperable, un lugar especial para el director madrileño, y de tantos, que ya no están, que compartieron tantos (des) encuentros.
Una travesía por esos cafés de tertulias con amigos hasta las tantas, o los combates de boxeo donde el humo de los cigarrillos ambientaba las peleas, un tiempo que no volverá, un tiempo perdido, un tiempo que añora Garci, y también, el cine clásico de antes, recordando a la película Retorno al pasado, ese mismo camino realiza la película en la que mira atrás, a esa ciudad, a ese cine, y a una manera de hacer cine y hacer películas. Recupera al personaje Rocky por el boxeador Marciano, una recreación casi del propio Garci, que añora ese mundo real o imaginado, vivido o no, pero de aquí y ahora, que habla con pasión desmesurada de sus años en Nueva York, en las tertulias con grandes de Hollywood y periodistas de renombre de los años treinta y cuarenta, de las eternas y recordadas veladas pugilísticas en el Garden o las tardes románticas observando el puente de Brooklyn, quizás ese tipo que en las originales hacía Manuel Lorenzo y ahora recupera Luis Varela, quizás habla de oídas o imbuido en tanta literatura y diarios, quizás nunca vivió aquello pero qué más da.
Algunos diálogos difíciles y demasiado literarios, recurrentes en el cine de Garci, nos descolocan en algún instante la película, pero no desmerecen ni mucho menos a su conjunto. El director madrileño ha construido una película grande, sencilla, honesta, estimable, intensa y llena de grandes aciertos, con una trama digna del mejor Areta, con esa extraña sensibilidad que tiñe de humanidad tanto desatino humano, y tanta maldad oculta y negra, con esos secundarios de oro como Luisa Gavasa, la eterna secretaria amiga y lo que haga falta, Andoni Ferreño haciendo ese ex poli metido a negocios turbios como hacía Manuel Tejada, Macarena Gómez sola y despechada por la muerte de su querido Benavides, Patricia Vico, como la amante del sastre que quiere conocer la verdad, y quizás algo más, y finalmente, María Cantuel como la novia de Areta, resucitando la bondad y el amor de María Casanova, porque entre tanto desbarajuste social, como añade Areta, siempre hay algún resquicio para compartir la soledad. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA