El niño, de Daniel Monzón

El_nino-701828486-largeNáufragos en la frontera

«Las fronteras son los estercoleros de los países». Esta frase extraída de la monumental, Sed de mal (1958), de Orson Welles, podría ser un buen titular para El niño, la esperada película de Daniel Monzón, la quinta de su filmografía, después de la revolución cinematográfica que fue Celda 211 (2010), extraordinario thriller carcelario que cosechó excelentes críticas y tuvo un amplio respaldo del público. Igual que el genio norteamericano, Monzón sitúa su trama en un lugar fronterizo, en este caso, el estrecho de Gibraltar, en esos 16 kilómetros que separan el tercer Mundo de la Unión Europea, y con tres países implicados, España, Marruecos y Reino Unido, entre  policías, jóvenes sin futuro, ávidos de dinero fácil, narcotraficantes, contrabando y corrupción. El realizador mallorquín, ayudado por una gran producción que derrocha medios e inteligencia, estructura su relato a través de dos miradas, dos personajes: Jesús, un idealista policía, solitario y cansado de perder siempre contra los peces gordos, que lleva dos años detrás de una red de contrabando de cocaína, con la ayuda de su inseparable compañera, Eva, que entre los dos protagonizan una historia de amor entre líneas, y al otro lado del espejo, El niño (llamado así por su forma temeraria de enfrentarse al riesgo), un joven desarraigado, que vive al margen de la ley, jugándose la vida pasando hachís/cocaína de un lugar a otro con lanchas a gran velocidad. Monzón, con la fiel compañía de Jorge Cuerricaechevarría en la escritura, en su cuarta colaboración juntos, fabrica un buen e intenso policíaco, trepidante, cargado de tensión, y con trepidantes escenas de acción cargadas de adrenalina (resultan espectaculares las protagonizadas por el helicóptero que persigue a la lancha con los cargamentos de droga en alta mar), que mantienen un pulso narrativo de altura, que ya sacó a relucir en su Celda 211. Si en aquella todo se desarrollaba en un único escenario cerrado, ahora las localizaciones son cuantiosas, desde el inmenso aeropuerto de Algeciras, donde se amontonan filas interminables de contenedores a la espera de destino, pasando por los miradores turísticos , las aldeas de Marruecos donde se cultiva el polen a golpe de tambor, sin olvidar el verdadero protagonista de la función, ese mar lleno de incertidumbre y (des) ilusiones que acapara buena parte del conflicto.  Quizás la trama decae en la tercera parte del relato, con esa edulcorada historia de amor que desluce el conflicto que se plantea, aunque dicho sea de paso, la parte final con todos los personajes y tramas implicadas, policías, chavales, británicos, marroquíes y albano-kosovares, elevan el tono de la historia, llenando el relato de grandes dosis de espectáculo y dramatismo, cerrando de forma directa y correcta una buena película más cercana a los policíacos de Tavernier, Ley 627 (1992), que a las películas de acción estadounidenses, donde el protagonismo se centra en los personajes y sus relaciones, y no en las historias. No podemos olvidar el inmenso trabajo actoral de la película, una mezcla formidable entre actores consagrados y juventud, encabezado por un magistral Luis Tosar, que alejado de Malamadre, realiza una gran composición como el policía obstinado que rema río arriba a pesar de las dificultades que se va encontrado, el siempre eficaz Eduard Fernández, y al otro lado, los jóvenes, capitaneados por el debutante Jesús Castro, que con su mirada felina y ese desparpajo, lo convierten en uno de los grandes aciertos de la película, acompañado por el siempre correcto Jesús Carroza (el compi inseparable), ya visto en Celda 211, muy bien secundados por el moro/español, Said Chatiby (Halil), el enlace, y la joven marroquí, Mariam Bachir (Amina). Un película noir, inspirada en hechos reales, que continúa la vía hacía un cine que combina de forma admirable realismo con grandes dosis de acción, un cine europeo de primer nivel, que recoge el guante de aquellos cineastas francotiradores de los años 60 y 70.