EL AMOR EN LAS ALTURAS.
“Soy humorista porque miro al mundo con sentido crítico, pero con amor”.
Jacques Tati
Durante sus tres primeras décadas de vida el cine fue privado del sonido, y como consecuencia del diálogo. Esto provocó que el cinematógrafo usase la expresión del intérprete y el decorado como herramientas de comunicación muy expresivas. Con la llegada del sonoro, el cine hablado dejó en segundo plano los elementos de expresión citados para prevalecer el diálogo que, con el tiempo, se impuso a los otros aspectos, dejando huérfano el cine de su esencia. De vez en cuando, algunos cineastas miran al pasado y recogen todo aquel legado de los pioneros y consiguen devolver al cine su magia y su expresión auténtica, aquella que no necesitaba diálogos para contar cualquier historia. Quizás el maestro de maestros sea Jacques Tati (1907-1982), el cineasta que mejor ha recogido todo esto de lo que estoy mencionando. El director francés y su eterno alter ego Monsieur Hulot, un tipo que, sin palabras, definió como nadie el hombre enfrentándose a la maquinaria autodestructiva del progreso y la estúpida velocidad de la modernidad en pos a lo humano en la inolvidable Playtime (1967).

El cine de Veit Helmer (Hannover, Alemania, 1968), se mueve a partir de sencillas e íntimas historias protagonizadas por personas corrientes, de vidas anodinas y comunes que, sin pretenderlo, van descubriendo las alegrías y tristezas de la vida, a partir de atmósferas que nacen de la fábula y el cuento, siempre sin diálogos, favoreciendo enormemente la expresión del intérprete, la imagen, el color y el decorado, donde emergen lugares rurales con encanto y casi imperceptibles, donde el sonido y la música, elementos capitales en su cine, van estructurando cada detalle y gesto. De sus 8 largometrajes desde que debutó con Tuvalu (1999), otros como Absurdistan (2008), y The Bra (2018), maravillosa historia de amor de un conductor de tren de mercancías que busca a la propietaria de un sujetador que ha encontrado protagonizada por una maravillosa Paz Vega, en la que sale Denis Lavant que ha trabajado en dos de sus películas. En Góndola, nos sitúa en las inhóspitas montañas del Valle de Adjara en el sudoeste de Georgia, en el teleférico que une un remoto pueblo con la ciudad, donde Nino, una chica trabaja como cobradora y aguanta al antipático y dictador jefe. Un día, llega Iva que cobrará el otro teleférico, que se junta con el otro en mitad del recorrido cada 30 minutos.

Con una concisa y detallada cinematografía de Goga Devdariani, donde a partir de una rica gama de colores y texturas, va componiendo desde el color y los encuadres todo el relato, como la excelente música del dúo Malcolm Arison (que ya trabajó con el director en Quatsch un die Nasenbärbande de 2014), y Sóley Stefánsdóttir, que recuerda a aquella maravilla que hizo Carlos D’Alessio para Delicatessen (1991), de Jean-Pierre Jeunet y Marc Caro, con la que guarda muchas similitudes de tono y demás. El conciso y reposado montaje de Mortiz Geiser, con sus breves 78 minutos de metraje, donde todo fluye sin sentimentalismos ni nada que se le parezca, sino contando esa poética y sensible love story desde la más absoluta cotidianidad y sencillez. La fantástica pareja de actrices compuesta por la georgiana Nino Soselia como Nino, la mujer que sueña con ser azafata de una gran compañía de aviones, y la “nueva” que hace la francesa Mathilde Irrmann como Iva, la recién llegada que, entre viajes de ida y vuelta, va conociendo a Nino, riéndose y jugando a la vida y a al amor, y relacionándose con los “otros”, los pocos pasajeros como una pareja de niños que también juegan al amor, una madura y viuda huraña y un vaquero, un discapacitado con permiso para soñar y demás pasajeros.

Si recuerdan al ex payaso Louison y a la triste y apocada Julie Clapet y cómo se conocieron, también en las alturas y a partir de la música, en la mencionada Delicatessen, les encantará el relato que nos cuenta Góndola, de Veit Helmer, porque demuestra que hay películas que no necesitan de los diálogos para emocionarnos y transportarnos a aquella magia que tenía el cine, y de tanto en tanto, vuelve a brotar frente a nosotros. Porque el cine después de 129 años de vida todavía tiene la capacidad de seducirnos con lo más básico y tangible, eso sí, acertando en las dosis adecuadas para que toda esa intimidad se convierta en algo mágico, ya sea en el lugar más remoto y tranquilo del mundo, en esos sitios donde no es pase nada, es que nunca pasa absolutamente nada, y si pasa, casi nadie lo percibe porque ocurre muy desapercibido, en Góndola se detienen en esos personajes que pasaban por ahí, en un teleférico que va y viene, como la vida, como el amor, como los habitantes de este pueblo sin nombre en un lugar que quizás, no aparece en los mapas, o de pasada, pero que también ocurre la vida y todas sus consecuencias. JOSÉ A. PÉREZ GUEVARA
